LA BANDERA DE MI VIDA

Todo comenzó un 2 de junio de 2018. Mi equipo, el Real Valladolid, jugaba una final contra el Sporting de Gijón en la lucha por el ascenso a la mejor liga del fútbol español. Como toda final, con ilusión y ganas me dirigí hacia el estadio José Zorrilla con mi padre y mi hermano. Este último, me dio una bandera para animar al equipo y poder representar los colores que tanto caracterizan al Real Valladolid. Lo que ni me imaginaba en ese momento es lo que era un simple objeto al que creía que iba a dar un uso espontáneo durante apenas un par de partidos se iba a acabar convirtiendo en uno de mis PATRIMONIOS PERSONALES DE VIDA. Aunque no suelo creer en supersticiones y ese tipo de cosas, el ascenso del Pucela acompañado de la bandera, originó un nuevo amuleto que desde entonces me iba a acompañar en cualquier partido que jugase el equipo. La bandera tiene un doble vínculo. Por un lado, el sentimiento de orgullo pucelano que me transmitió, así como el hecho de que me la diera mi hermano. Y es que cuando algo es especial, nunca se olvida la primera vez. La lucí orgulloso en el “Santiago Bernabéu” (Madrid), la levanté con admiración en “El Molinón” (Gijón), y la enseñé con gran estimación en el “Martínez Valero” (Elche). No solo me acompañaba a mis “viajes futbolísticos”, sino que también iba en mi maleta allá donde yo fuese. En la Puerta de Brandeburgo (Berlín), en la Catedral de Nantes (Francia), en Dublín (Irlanda) y en Venecia, Florencia, Roma o la Ciudad del Vaticano (Italia) entre otros sitios, también mostraba orgulloso MI PATRIMONIO. Y la enseñaré con elegancia y valentía allá a donde vaya porque para mi representa mi ciudad, el lugar que me vio crecer, y es símbolo de victoria, de un sentimiento nostálgico que, aunque pasen los años seguirá en mi cabeza como recuerdo de aquella primera vez que la ondeé al cielo de una ciudad que acababa de hacer historia, y que de alguna manera había provocado también que yo hiciese la mía.